martes, 25 de septiembre de 2018

Lo irreal de las fronteras lingüísticas


De vez en cuando aparece en el mundo alguna polémica relacionada con la lengua. Recientemente, se ‘hizo viral’ un video de un estadounidense que reclamaba porque en un restaurante de su país el camarero hablaba en español con otros comensales. El reclamo (exageradamente airado) se daba porque camarero y comensales hablaban, según este señor, una lengua que no era de Estados Unidos, es decir, distinta al inglés. Empecemos anotando que en ese país no existe, en la legalidad, una lengua oficial. Esto quiere decir que ni la Constitución ni las leyes establecen que el inglés sea la lengua nacional de Estados Unidos. Obviamente, en la práctica, se ha convertido en el idioma oficial, pues es el que más se habla, en el que están expresados los documentos oficiales, en fin, es la lengua de la cotidianidad. Este caso del que hablo se hizo famoso porque se ‘viralizó’ en la redes, pero no es el único. Desde siempre los seres humanos hemos convertido a la lengua en un espacio político, un espacio en el que se disputan nuestras presencias y nuestras identidades, el espacio de la independencia y de la memoria.

La lengua no solo es un conjunto de signos. Es lo que nos hace reconocernos y hermanarnos. Seguramente, el hecho de que comensales y camarero hayan hablado en español en aquel restaurante no solo fue una coincidencia feliz para ellos, sino también una manera de alzar la voz, de reconocerse en medio de la diversidad, una decisión personal y política. A través de la historia han sido innumerables las veces en las que la lengua ha estado en el centro de las disputas o de las discusiones, y estas tienen que ver con la oficialidad y la identidad. Los Estados, para afirmarse, han tenido que optar (en la legalidad o en la práctica) por una lengua que aglutine a sus ciudadanos, que los haga reconocibles en la globalidad. Cuando nuestros Estados americanos se crearon, los gobiernos fueron optando por las lenguas que mejor se acomodaban a sus intereses, que fueron las lenguas de los colonizadores. Estos idiomas, entre muchos otros elementos culturales y aglutinantes, permitieron que se fortalecieran los Estados, que se establecieran cadenas, que se tejiera una nueva memoria. Al optar por estas lenguas, se decidió dejar de lado a las lenguas autóctonas, lo que implicó no solamente dejarlas en la oscuridad sino ocultar la cultura. Por suerte, varias de estas lenguas se mantuvieron, aunque siempre ocultas, como lenguas de memoria y rebeldía, y ahora han conseguido un nuevo impulso.

En la actualidad, si bien existen lenguas oficiales en los distintos países, lenguas en las que se narra su historia y sus ciudadanos se comunican, hablar de fronteras lingüísticas resulta absurdo. No podemos prohibir o proscribir a alguien por hablar su lengua fuera de su país o de su región. Es un despropósito pretender silenciar a las lenguas y a las culturas. Lamentablemente sigue pasando, pero estos episodios también son una oportunidad para hermanarnos, para buscar nuestras raíces, para sentirnos orgullosos de ellas, para democratizar la cultura y la comunicación.

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