sábado, 27 de octubre de 2018

De correctores voluptuosos y demiurgos


Dijo el corrector, Sí, el nombre de este signo es deleátur, se usa cuando necesitamos suprimir y borrar, la misma palabra lo dice, y tanto más vale para letras sueltas que para palabras completas. Esta es la primera frase de Raimundo Silva en Historia del cerco de Lisboa, de José Saramago. Corrige textos para una editorial de Lisboa, pero es autónomo, afortunadamente trabaja en casa y dispone de su tiempo. Tiene Raimundo Silva el hábito higiénico de concederse a sí mismo un día de libertad cuando termina la corrección de un libro. Es como un desahogo, dice él, una purga.

Esta mañana ha salido luego de entregar una corrección, pero no una corrección cualquiera: ha modificado un texto de historia de tal forma que ha cambiado el relato del cerco de Lisboa. Raimundo ha roto el código deontológico no escrito que pauta la relación del corrector en relación con las ideas y opiniones de los autores. Sin embargo, antes de que todo estalle, se sienta en una mesa de la confitería A Graciosa, con el manuscrito del libro que acaba de corregir. Saca unas páginas y lo lee. La confitería, la cafetería, el restaurante… lugares donde trabajan muchas veces los correctores. Junto a una taza de café dejan que pasen las horas mientras, en su computadora portátil o en los manuscritos, realizan esa labor de dar sentido a un texto, de ordenarlo para que quien lee pueda hacerlo con tranquilidad. Este café imaginario, que puede estar en cualquier esquina de Quito, Lima, Montevideo, Buenos Aires, Madrid, Barcelona, Caracas… nos convoca esta tarde a conversar sobre la corrección de textos.

Todos quienes compartimos esta mesa llevamos en la corrección por lo menos una década, nos han juntado congresos, trabajos, talleres… somos colegas de aquí y de allá; diría que más que colegas: cómplices y amigos. Cuando nos preguntamos sobre nuestra profesión, las respuestas surgen raudas, naturales. Nuria Gómez Belart vive en Buenos Aires y es correctora desde finales de los noventa. “La corrección es una forma de vida”, dice mientras bebe un sorbo de té. “También es un juego, donde hay que descubrir errores, y es un arte, donde hay que pulir los detalles de las obras que otras personas escribieron”. 

Andrea Torres, de Quito, suelta una frase que nos deja pensando: “Los correctores somos lectores que redimen”, y añade: “somos lectores especializados y expertos en la lengua; somos, no solo correctores, sino asesores lingüísticos”. Todos asentimos, pues nos identificamos: nuestra labor se ha convertido en una suerte de asesoría lingüística. Ya no solo consiste en corregir las erratas de un texto, sino en acompañar al autor, desde el aspecto lingüístico, para que su documento sea limpio y legible. Raimundo, desde su mesa, detiene su lectura: En lo más secreto de nuestras almas secretas, nosotros, los correctores, somos voluptuosos y esta voluptuosidad de la que habla con tanto desparpajo nos permite acercarnos a los lectores y tratar de mirar dentro de su alma. María Ester Capurro, de Buenos Aires, observa en silencio, piensa que necesitamos volver a la corrección gourmet, esa que se relaciona con el autor, que lo escucha y que lo asesora.

La corrección es uno de los eslabones indispensables de la cadena editorial. Mientras ceba un mate, Pilar Chargoñia, nuestra colega de Montevideo, lo resume así: “Cuando cada uno de los actores editoriales está formado para la tarea que se le pide, trabajar en la edición de las publicaciones es un verdadero placer: hacer buenos libros para los buenos lectores. No hay nada mejor”. Los correctores no trabajamos solos, lo hacemos con editores, diagramadores, diseñadores y, por supuesto (algunas veces), directamente con el autor. En este equipo editorial, el objetivo siempre es el lector. Por eso, una de las mayores satisfacciones de nuestro trabajo es ofrecerle un buen producto. 

Oscar Carrasco es limeño y, además de corrector, escritor de literatura juvenil. “Yo amo los libros”, nos dice, “y lo que más me satisface de la corrección es contribuir a hacerlos”. Gabriela Vargas, coterránea de Oscar, coincide con él: “Lo que me gusta más de esta profesión es ver el trabajo terminado. Es un orgullo saber que mi trabajo ha contribuido para que ese agente comunicacional pueda decir, cambiar planes o afianzarlos, y regalar conocimiento nuevo”. Para María Ester, este trabajo es especial: “Me da placer el hecho de tener un texto delante y enfrentar el desafío de mejorarlo”. Y Sofía Rodríguez, también de Lima, añade: “Me gusta mucho el trabajo terminado, también las dudas resueltas. Me emociona ser la primera lectora; me hace feliz aprender algo nuevo con cada trabajo”.  “Ese primer encuentro con el libro y la revista”, dice también la argentina Carolina Tosi, “es un placer inexplicable”. Somos voluptuosos, piensa Raimundo mientras nos mira.

Aparte de la satisfacción de entregar un trabajo bien hecho, la corrección nos reporta satisfacciones personales. Ricardo Tavares, de Caracas, nos confiesa que gracias a esta profesión se convirtió en un “mejor lingüista”, pues la corrección le ha “cambiado la vida” y le ha ayudado a ver nuevas perspectivas lingüísticas en su trabajo. También confiesa que una de las cosas que más le gusta de la profesión es la glocalidad, “actuar local en un contexto global”. Esto nos permite trabajar desde cualquier lugar del mundo para clientes de cualquier lugar del mundo. Todos trabajamos desde nuestras ciudades, pero eso no nos impide revisar textos de otros lugares, como Panamá o España, en el caso de Ricardo. 

Alberto Gómez Font, de Madrid, quien no se considera un “corrector al uso”, nos cuenta, mientras se sirve un martini (además de filólogo, Alberto es barman), que cuando trabajó en la agencia Efe, desde los ochenta hasta la primera década de los dos mil, el principal trabajo del Departamento de Español Urgente (que luego se convirtió en la Fundéu) era cuidar que los textos se presentaran en un español inteligible para todos los confines hispanohablantes; glocalidad en su máxima expresión. 

Amelia Padilla vive en Barcelona y, junto con Alberto, es, de todos nosotros, quien más tiempo se ha dedicado a esta profesión: más de treinta años. Ella, que empezó a corregir cuando todo se hacía en papel, nos cuenta: “Me gusta mi profesión, a la que no le es ajena una cierta vocación, y me vuelco en cada texto con la misma ilusión del primer día, con el afán de mejorarlo en la medida de lo posible; intento aprender algo cada día, así como evitar caer en la rutina”.

Llevamos horas hablando sobre nuestra profesión, nos sentimos hermanados en esa tarea a la que hemos llegado, casi siempre, por ‘caminos culebreros’. Gabriela nos cuenta que ella empezó a corregir porque se enfermó el corrector principal de la editorial donde trabajaba. Andrea dice que todo empezó “por necesidad y un golpe de suerte”, pues un amigo le pidió que revisara su tesis y, años más tarde, le contrató para revisar unos libros. María Ester es traductora, pero también se decantó por la corrección. Para Nuria la corrección fue una salida rebelde a la carrera de Secretariado en la que le matriculó su papá para que no estudiara Historia. Oscar optó por el mundo editorial porque no soportaba dedicarse a la docencia. Alberto aprendió de manera autodidacta. Amelia siguió unos cursos en una editorial, donde luego se quedó más de una década. Yo empecé como correctora cuando en un periódico, con la intención de ‘ascender a periodista’, y me apasioné tanto que esta profesión se convirtió en mi placer y sustento. Pilar y Carolina hicieron la carrera de docentes en Letras. En fin, todos llegamos a esta profesión por alguna casualidad maravillosa (o “causalidad”, como me corrige María Ester).

“Sin embargo, no todo es coser y cantar”, nos dice Amelia y todos asentimos. Es que si bien la corrección tiene innumerables satisfacciones, también tiene dificultades. Una de las principales es que los correctores no escapamos a la crisis económica que afecta a todos los países, en mayor o en menor medida. “La realidad actual, en España, pasa por la crisis mundial económica que nos ha afectado de pleno y que ha motivado que algunos sectores hayan recortado algunos procesos, en los que los correctores hemos visto mermada la demanda de nuestros servicios”, nos cuenta Amelia. María Ester comenta que en Argentina la situación es complicada; igual que en Ecuador. 

Sin embargo, el caso más complicado es el de Venezuela, donde la corrección se encuentra determinada por la grave crisis que afronta el país: “Por una parte, cada vez se cierran más espacios laborales tradicionales, pues la baja demanda de productos editoriales en papel y su elevado costo de producción desestimula mantener operativas a las empresas de este ramo. Por otra parte, presupuestar un proyecto de corrección en un contexto de hiperinflación es harto complicado, pues lograr que el cliente acepte el costo de los honorarios profesionales y sobre todo que lo pague con prontitud es toda una carrera contra el tiempo. En caso de tener un trabajo para una editorial, la presión sobre el cumplimiento de los plazos es aún mayor, porque las imprentas ofrecen presupuestos de muy corta vigencia. Otra dificultad, mucho más acentuada en el interior del país, son las constantes fallas de energía eléctrica y de conexión a internet. Limita mucho el trabajo, pues todo se hace a computadora”. Todos nos quedamos en silencio…

Aparte de la crisis económica, tenemos otras dificultades, como la poca valoración que todavía sufre nuestra profesión, que incide, sobre todo, en la baja remuneración. Gabriela resume esta realidad, que es la misma en Perú como en el resto de nuestros países: “Lo que más frena a la profesión en el Perú, es que la mayoría no le da tanta importancia. Por eso ofrecen bajos sueldos y los independientes enviamos muchos presupuestos y casi ninguno es aceptado. Estar mal pagado tiene consecuencias. Una de ellas es no poder acceder a capacitaciones, actualizaciones, congresos, etcétera, aparte de lo que exige vivir. Otro ejemplo de lo que sucede aquí es que cada vez hay más improvisados que toman el papel de “corrector de textos”, cobran menos de la mitad de lo justo y consiguen los trabajos (quién sabe cómo dejan los encargos)”. Y, justamente, uno de los problemas que genera esta proliferación de “improvisados” es el hecho de que en muchos países, como Ecuador, todavía no exista una educación formal en corrección de textos. Por fortuna, en Venezuela, Argentina, España y Uruguay, sí la hay, cuentan nuestros colegas.

Pilar nos pincha el globo a todos, que atribuimos nuestras tribulaciones a causas ajenas. “Los correctores también tenemos carencias”, nos dice, y enumera tres: “La falta de conocimiento normativo, la falta de comprensión lectora y la falta de una cultura mínima”. Los que estamos en la mesa bajamos la mirada, sabemos que no sufrimos de esas carencias, pero estamos conscientes de que todavía hay mucho que hacer en la corrección de textos, y ese mucho que hacer pasa por la formación constante, la actualización, la capacitación, y, claro, la apertura de estos espacios para conversar sobre nuestra profesión, nuestros retos, satisfacciones y dificultades. 

Aun así, todos amamos nuestra profesión, incluso Raimundo, que, aunque hojea el texto que acaba de corregir (e invadir), no ha dejado de estar atento a lo que sucede en nuestra mesa. Sin embargo, se acerca y, con una actitud de demiurgo, nos dice: Los correctores, si pudieran, si no estuviesen atados de pies y manos por un conjunto de prohibiciones más impositivo que el código penal, sabrían mudar la faz del mundo, implantar el reino de la felicidad universal, dando de beber a quien tiene sed, de comer a quien tiene hambre, paz a los que viven agitados, alegría a los tristes, compañía a los solitarios, esperanza a quien la tenga perdida, por no hablar ya de la fácil liquidación de miserias y crímenes, porque todo lo harían con un simple cambio de palabras…