lunes, 29 de enero de 2018

Los currículos: ¿educación o adoctrinamiento?


Por lo general, los primeros textos mediante los cuales conocemos sobre el mundo suelen ser los escolares. Seguramente a todos nos pasó que cuando entramos en la escuela y llegamos con los libros nuevecitos y forrados, nos sentimos importantes y dispuestos a empezar una larga carrera de conocimiento. Con los textos escolares aprendimos a leer, a escribir, a hacer cuentas; con ellos nos empezamos a acercar a las diversas materias: ciencias naturales, historia, literatura, cívica, etc., etc., etc. Muchos los tendremos rayados, llenos de dibujos o de anotaciones; subrayados o pintados, pero siempre hay una marca que nos indica que nuestro conocimiento del mundo pasó por ahí. Y, claro, también eran los aliados incondicionales de nuestros docentes. Sin embargo, probablemente nunca nos cuestionamos sobre lo que ellos nos contaban o la manera de hacerlo.

Hace poco, corregí unos libros de historia para una editorial. Mientras revisaba los textos, me llamaba la atención que se omitieran ciertos episodios importantes de la historia nacional y universal; episodios que me parece indispensable conocer y tratar para entender nuestra realidad actual. También noté que ciertos episodios, en cambio, contaban con un espacio desproporcionado. Se enaltecía a personajes y momentos, sobre todo de nuestra historia reciente, que, si bien son importantes y merecen un espacio en los textos escolares, tal vez no tienen la misma relevancia histórica (todavía) de aquellos que se obviaba. Lo primero que pensé fue que el autor del texto no había sido objetivo al escoger los temas y al dar el espacio a los personajes; sin embargo, luego revisé los currículos del Ministerio. Ahí, en esos textos que sirven de derrotero para los autores de libros escolares y para los maestros, se obviaban ciertos temas y se privilegiaban otros. De hecho, se impelía a usar los mismos términos que han formado parte de la retórica gobiernista de los últimos años. Me pareció sorprendente que desde los mismos currículos se intente guiar ideológicamente a los estudiantes, pues eso no es educar sino adoctrinar.

Por el tiempo en que corregí esos textos, estaba siguiendo un seminario en la Universidad de Buenos Aires que precisamente hablaba sobre los textos escolares. Recuerdo que un día la profesora llevó a la clase libros escolares de la época de la dictadura, y nos comentó que en aquella época estaba prohibido nombrar a Perón o hacer referencia a esa etapa histórica tan reciente. La dictadura, mediante la omisión de esas alusiones históricas, pretendía borrar los hechos e influir ideológicamente en los receptores de esos textos. No quiero hacer aquí una comparación entre nuestra realidad y la de Argentina, pero sí quiero llamar la atención sobre lo poco objetivos que pueden ser los currículos y lo poco que los cuestionamos. Seguramente, y lamentablemente, muchos maestros se basan en ellos al pie de la letra y no piensan que estos responden a un determinado momento político. Tal vez muchos docentes solo obvian los hechos que obvia el currículo y hacen como que nunca se hubieran llevado a cabo, cuando la memoria es lo único que mantiene vivos a los acontecimientos y a los personajes.

Aunque el caso de la historia es el más evidente (y creo que el más peligroso), estas omisiones o enaltecimientos no solo se dan en esta materia. Suceden en otras como en la literatura, donde se canoniza a ciertos autores y se ignora a otros. Ocurre también en las ciencias naturales, en las que, por ejemplo, se dio cabida por largo tiempo solo a la teoría creacionista, en detrimento de otras como la evolucionista. Tal vez los currículos siempre respondan a los intereses políticos, pero es importante que los docentes se tomen en serio su labor de educadores, de guías, para que los estudiantes sepan ser críticos con las realidades y, quién sabe, algún día sean quienes planifiquen una educación más objetiva e inclusiva.

Esta columna fue publicada en la revista CartóNPiedra, de diario El Telégrafo, el 26 de enero de 2018.

miércoles, 24 de enero de 2018

'Armonizar las academias'

En varias ocasiones, cuando edito o corrijo textos académicos, suelo encontrarme con dudas acerca de usos lingüísticos y palabras que no constan en los documentos ‘oficiales’ sobre la lengua: neologismos, extranjerismos, resaltes tipográficos, variaciones de género, etc. Lo que sucede es que muchas veces la academia (me refiero a la que reúne a personas dedicadas a la ciencia y a la investigación) no camina al mismo ritmo o por la misma vereda que la otra academia (la que, se supone, norma nuestra lengua). En los textos académicos, sobre todo en los de ciencias sociales, es muy común encontrar palabras que no aún no constan en los diccionarios, que son creadas por sus autores, o son muy específicas de la materia o préstamos de otras lenguas. A veces pienso que uno de los principales objetivos de quienes se dedican a la academia es complicar la vida de quienes editan y corrigen; pero otras veces (sobre todo cuando escribo textos académicos) pienso que la lengua (la normada, por supuesto) queda bastante corta para tanto que se tiene que decir.

Cuando se editan o se corrigen textos, se cuenta, generalmente, con una herramienta fundamental: los manuales y los diccionarios, no solo los referentes a la lengua sino aquellos especializados en las materias específicas con las que se trabaja. Aunque estos manuales y diccionarios sean en muchos casos restrictivos, son un apoyo para enmarcar los textos dentro de un género, de una lengua, de una disciplina, de un estilo; es decir, para darle al lector un texto adecuado a sus necesidades. Estas herramientas ayudan a quienes editamos o corregimos a cumplir nuestro papel de mediadores entre quien escribe y quien lee los textos. Muchas veces, armados con diccionarios y manuales, nos comunicamos con los autores para comentarles sobre un término, para llegar a un acuerdo sobre un uso, para sugerirles una mejor opción. Los autores, al ser los dueños de su texto, tienen la última palabra, y acatan o no las sugerencias. Es aquí donde las academias (la científica y la normativa) suelen tener sus encontronazos o sus ‘romances’, pues algunas veces el texto que norma la lengua no sirve (o no es suficiente) para expresar aquello que quien escribe necesita expresar. Otras veces, claro, los diccionarios y los manuales son la solución perfecta para ese texto que estaba tambaleando y ahogándose entre neologismos y rarezas.

Cuando los diccionarios y los manuales ayudan, todo es tranquilidad y armonía; sin embargo, cuando no son suficientes, aparece la duda y es necesario buscar puntos de equilibrio que salven la adecuación y la coherencia de los textos. Estas últimas son las ocasiones en la que más disfruto mi labor de editora y correctora, pues es un reto ‘armonizar’ las academias. Es ahí cuando es necesario ‘hurgar’ más en la maravilla de la lengua y de la ciencia, buscar de dónde surgen los términos que se acuñan, de dónde los usos, cuáles son las realidades a las que se refieren, evaluar las pertinencias, buscar posibilidades, incluso ayudar a crear. También son una oportunidad para enfrentar a los fantasmas o para derrumbar un poco los mitos, pues suele suceder que las armas con las que cuentas no son suficientes, que las realidades son tan fuertes, tan nuevas o tan inabarcables, que es imposible meterlas en un molde o ponerles un nombre ya existente. 

Es necesario dejar la arrogancia de lado y escuchar al autor, y también, sobre todo, pensar en la persona que leerá el texto, para que no se confunda, para que entienda, para ese mensaje le sirva de algo. Lo bueno de todo esto es que al final se termina comprendiendo que la norma y la ciencia no están reñidas, sino que siempre hay acuerdos entre ambas, que la lengua, en sus maravillosas posibilidades, puede acercar realidades, y ser creativa y efectiva.

Esta columna se publicó el 19 de enero en http://www.cartonpiedra.com.ec/