viernes, 31 de mayo de 2019

Ser personas de palabra: una forma de resistencia


Si buscamos en el DLE el término palabra, nos encontramos con 14 acepciones y muchas más construcciones y locuciones. La palabra no es solo la unidad lingüística dotada de significado o la capacidad de hablar, es, además, el “empeño que hace alguien de su fe y probidad en testimonio de lo que afirma” y “una promesa u oferta”. No tener palabra, según el mismo DLE, es “faltar fácilmente a lo que ofrece o contrata”, igual que faltar a la palabra. La palabra, en este sentido, es uno de los conceptos más desvirtuados que existen.

Las primeras acepciones son fáciles de entender, pues se refieren al acto de hablar, de articular sonidos que tengan un sentido, de construir enunciados que nos permitan comunicarnos. Y también, por supuesto, son fáciles de llevar a cabo. Desde pequeños aprendemos a articular sonidos para comunicarnos. Las palabras van brotando a medida que vamos comprendiendo el mundo y la urgencia de ser parte de él. Hablar (no solo en el sentido de articular sonidos) nos permite ‘entrar en sociedad’. Sin embargo, lo complicado es hacernos responsables de aquello que decimos, de las palabras (o la palabra) que dejamos salir; ser personas de palabra.

Lamentablemente, nos damos cuenta de que en nuestra sociedad resulta cada vez más difícil encontrar personas capaces de sostener la palabra, es decir, de cumplir aquello que prometen. Parecería que esta ya no es solo una costumbre de los demagogos que quieren ganar el poder popular con palabras y promesas, sino una especie de modus vivendi (y operandi) de casi todos. Es muy fácil decir palabras, hacer promesas, hablar hasta cansarse empleando millones de florituras, pero parece que muchas veces lo que se dice se pierde en el aire, como si la palabra solo fuera una expresión acústica y punto.

Parece que la palabra, por sí sola, careciera de todo valor. Es como si todo lo que se dice, para tener algún sentido, debiera contar con algún respaldo. Lo que se dice no existe o nunca existió si no está notariado, filmado o escrito; si no hay un testigo que corrobore lo que ha expresado el otro. Quien se confía de la palabra del otro es considerado un tonto, un ingenuo que no ha tenido la ‘viveza’ de sospechar siquiera de lo que le han prometido. Al contrario de lo que debería pasar en un mundo sano, de personas honestas, en el que no hay nada más valioso e importante que la palabra del otro, en nuestro mundo (o en nuestra ‘cultura’) se considera inteligente, ‘pilas’, al que miente, promete y dice cualquier cosa por salir del paso.

Puede ser un poco ingenuo de mi parte, pero creo que todavía podemos revertir las cosas y dar a la palabra el valor que debería tener. Todavía podemos, aunque nos tachen de tontos, empezar a prometer lo que vamos a cumplir, aunque sea una promesa mínima. Todavía podemos ser personas de palabra. Tal vez, precisamente, esa sea una forma de rebeldía, de resistir en un mundo en el que no se empeña nada y mucho menos la palabra, que tanto dice de nosotros y tanto nos representa.