lunes, 5 de febrero de 2018

Sobre ‘fácil’ y la intervención en la lengua


 Esta semana ha causado polémica el artículo de un diario español que alerta sobre una de las acepciones del adjetivo ‘fácil’ en el Diccionario de la Lengua (DLE) de la RAE y la Asociación de Academias de la Lengua Española (Asale). Esta acepción, la quinta, dice lo siguiente: “Dicho especialmente de una mujer: Que se presta sin problemas a mantener relaciones sexuales”. Como lo menciona el artículo, la acepción carece de marcas que indiquen que se trata de un uso peyorativo, desusado, irónico o lo que sea; como si el uso fuera común y normalizado. La RAE no ha dicho aún nada al respecto, pero seguramente cuando se consulte a cualquier académico (casi nunca se consulta a las pocas académicas que hay), dirá que el diccionario se remite a plasmar cómo usan los hispanohablantes las palabras y dará por zanjado el tema. No obstante, estos temas ya no pueden darse por zanjados porque, ahora más que nunca (y por suerte), quienes hablamos la lengua cuestionamos a las ‘autoridades’ y tenemos conciencia de que esta no solo se discute en un nivel lingüístico sino también político.

Esta acepción para el adjetivo ‘fácil’ consta en los diccionarios de la RAE desde los inicios, aunque ha variado ligeramente. El Diccionario de Autoridades de 1732 anota lo siguiente: “Se llama de ordinario a la mujer deshonesta porque ligeramente se mueve a la torpeza”. En el de 1791 dice: “Mujer fácil. La que es conocidamente frágil”. En el de 1817 se elimina, hasta 1852, donde vuelve a aparecer con la siguiente definición: “Aplicado a la mujer, la que es frágil, liviana”. Esta acepción se mantiene hasta la edición de 2002. Para la vigésima tercera edición, que es la última, la definición cambia a la anotada arriba. Como vemos, el cambio de la definición es total, y se ubica a la ‘mujer fácil’ explícitamente en el terreno de lo sexual (se deja la mojigatería de llamarla ‘liviana’, que al final es lo mismo). Sin embargo, lo que ha no ha variado es el hecho de que nunca se ha considerado a esta acepción peyorativa, y esto es lo polémico.

Es verdad que los diccionarios plasman el habla de los usuarios; pero hay que reconocer que los usuarios tenemos ideologías que cargan al habla y le dan sentidos. Para canalizar esta dimensión ideológica (y a la vez política), existen personas e instituciones que elaboran los diccionarios; se supone que la labor de estas debería ser analizar bien los usos y plasmarlas en estos textos, pero no siempre es así. El hecho de obviar marcas y, en ocasiones incluso manipular las acepciones, demuestra que se mantienen las mismas estructuras dominantes que han existido desde siempre en nuestra sociedad. Lamentablemente, analizamos muy poco los dispositivos en los que se normalizan estas estructuras, y los seguimos y los reproducimos sin cuestionarlos. Yo creo que, si bien debemos exigir que las instituciones cambien y dejen de reproducir todos los ‘ismos’ deplorables, también debemos, como ciudadanía, intervenir sobre lo que nos afecta, en este caso la lengua, crear entre todos nuestros propios dispositivos, más democráticos y más ‘movilizadores’. Las instituciones retrógradas lo seguirán siendo, pero está en nuestras manos ser más creativos y no darles tanta importancia, debemos hacernos cargo de nuestros presentes diversos, así dejaremos a las futuras generaciones más herramientas de cuestionamiento e intervención.

Este texto fue publicado en la revista CartóNPiedra, de diario El Telégrafo, el 2 de febrero de 2018.

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