Hace un par de semanas se suscitó una polémica en España
porque se comentó que el Gobierno solicitaría a la Real Academia Española que
revisara la Constitución del país y la adecuara a un lenguaje inclusivo. Es
interesante el debate que esto ha armado, pues, por un lado, se encuentran
quienes apoyan que los documentos oficiales, sobre todo, estén escritos en un
lenguaje inclusivo, que no solo evidencie la presencia femenina y de otros
géneros entre la ciudadanía sino la de todas las llamadas minorías. Por otro
lado, se encuentran quienes defienden a capa y espada el statu quo en la lengua, y recurren al hecho de que el masculino sea
el género marcado en el español.
Los grupos que defienden el statu quo afirman que la lengua ya cuenta con los géneros definidos
y que tratar de incluir un tercer género atentaría contra el sistema de la
lengua, pues no solamente se trata de cambiar una letra en sustantivos y
adjetivos, sino de pensar en cambios estructurales que afectan a todo el
sistema. Esto es obvio, pues no se trata solo de un cambio en el léxico, sino
de cambios morfológicos que serán mucho más complejos de asimilar. El incluir
un género neutro, por ejemplo introduciendo la letra ‘e’, es más complicado que cambiar acepciones en el diccionario. Y ya
vemos que lograr que la RAE haga cambios en este aspecto es algo muy peliagudo.
Sin embargo, hay que empezar por algo y, al parecer, este tema no va a
detenerse porque la RAE lo ignore o porque los gobiernos se pronuncien al
respecto (por ejemplo, en Francia, el Gobierno se manifestó contra el lenguaje
inclusivo).
Otro argumento que esgrimen quienes defienden que la lengua
permanezca como está es que ya existen
dentro de esta fórmulas que permiten evidenciar que no es sexista ni oculta a
las minorías. Se han generado textos académicos sobre el tema, como el informe
que Ignacio Bosque redactó para la RAE en 2012, en el que analiza varias guías
de lenguaje no sexista, y, al final, llega a la conclusión de que no es
necesario hacer un cambio en la lengua. También se ha tachado a todos estos
cambios de ‘novelerías’ o se ha tratado de minimizar cualquier lucha en el
campo lingüístico, son argumentos lingüísticos, por supuesto. El problema es
que no solo se trata de un asunto gramatical o léxico; se trata de una cuestión
pública, de las demandas de grupos que han sido eternamente minorizados.
La cuestión es que la lengua no le pertenece a un gobierno
ni a una institución, pertenece a quien la usa. Si bien todas las lenguas
cuentan con normas internas que la regulan y la encauzan, estas pueden
modificarse. El debate sobre el lenguaje inclusivo es una muestra de que la
lengua está en constante movimiento, y que quienes la usamos podemos intervenir
sobre ella, proponer y generar modificaciones que evidencien los cambios y las
luchas sociales. Debemos ver que esta lucha no es una ‘novelería’,
independientemente de qué letra se imponga en las terminaciones, es una
cuestión pública y política en la que lengua juega un papel importante. Y me
parece una suerte que seamos parte de este debate, porque decídase lo que se
decida se está generando un cambio de conciencia.
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