Se suele decir que el silencio vale más que mil palabras. De
hecho, cuando se analizan los discursos y las conversaciones, los silencios y
las pausas marcan momentos determinantes que se estudian con mucha atención.
Ahí, donde hay un vacío, generalmente se esconde un secreto, una incomodidad,
un descontento, una sorpresa, un titubeo, una inseguridad, un cambio de rumbo…
El silencio esconde mucho más de lo que imaginamos. Las pausas, largas o
cortas, son el indicio de algo que subyace en la profundidad del discurso. Así
como las palabras pueden ser sanadoras o hirientes, los silencios también
pueden serlo. Un silencio en un momento adecuado se agradece, pero se cuestiona
cuando se necesitan palabras, voces, respuestas.
Es conocida aquella expresión de ‘romper el silencio’, y,
sí, este siempre es una barrera que, al derrumbarse, genera reacciones que no
nos dejan indiferentes; siempre, de alguna forma, se desata el caos. Cuando se
quiebra un silencio necesario, de esos que se agradecen, nuestra reacción suele
ser de sorpresa, de desconcierto. Por ejemplo, cuando necesitamos estar en paz
para pensar, para evaluar diversas situaciones, y ocurre un ruido que despedaza
esa paz, solemos quedarnos sin asideros, desubicados, incompletos… Cuando
hacemos silencio por nuestros muertos, en las vigilias, cuando los recordamos e
intentamos establecer un puente con ellos, y este puente silente se quiebra con
voces de irrespeto y falta de solidaridad, sentimos rabia e impotencia.
Asimismo, existen esos silencios necesarios, momentos de reflexión y
preparación para la lucha, para la protesta, para expresar nuestros
descontentos. Silencios dique que necesitan ser despedazados con la fuerza y el
ímpetu de nuestra rabia y nuestra inconformidad ante lo injusto.
De la misma manera, existen esos silencios que no hacen
bien. Aquellos que nos producen incomodidad, porque en el sitio en que se
plantan debería haber una respuesta, una lucha, una protesta, un sí, un no,
algo. Esos son los silencios que duelen, inquietan y cuestionan. Por ejemplo,
el silencio de los Estados ante las injusticias. El callarse antes miles de
muertos y desplazados por guerras, por hambre, por conflictos políticos o
religiosos que no les corresponden… El silencio del que no habla cuando debe
gritar, que no defiende lo suyo cuando debe hacerlo; el que no da las
respuestas y las soluciones contundentes y urgentes; el silencio de los
cobardes, de los asesinos y de sus cómplices. Este es un silencio que debe
romperse. Ante este, es necesario hacer la mayor cantidad de ruido,
desbaratarlo, destruirlo. Para estos silencios cobardes la única respuesta es
la valentía, el grito continuado e incómodo, el cuestionamiento, la acción
desde todos los frentes.
A veces, callarse es una muestra de respeto y de empatía. Es
la mejor manera de decir “aquí estoy, y me solidarizo con tu dolor y con tu
rabia”. Sin embargo, otras veces callarse es ser cómplice de las atrocidades y
las injusticias, es decir “no me importa tu dolor, me valen tus luchas y tus
sufrimientos”. Y para estos últimos la única respuesta contundente es alzar más
la voz, para que los sufrimientos incomoden y escuezan, para que generen las
respuestas que esperamos.
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