De vez en cuando aparece en el mundo alguna polémica
relacionada con la lengua. Recientemente, se ‘hizo viral’ un video de un
estadounidense que reclamaba porque en un restaurante de su país el camarero
hablaba en español con otros comensales. El reclamo (exageradamente airado) se
daba porque camarero y comensales hablaban, según este señor, una lengua que no
era de Estados Unidos, es decir, distinta al inglés. Empecemos anotando que en
ese país no existe, en la legalidad, una lengua oficial. Esto quiere decir que
ni la Constitución ni las leyes establecen que el inglés sea la lengua nacional
de Estados Unidos. Obviamente, en la práctica, se ha convertido en el idioma
oficial, pues es el que más se habla, en el que están expresados los documentos
oficiales, en fin, es la lengua de la cotidianidad. Este caso del que hablo se
hizo famoso porque se ‘viralizó’ en la redes, pero no es el único. Desde
siempre los seres humanos hemos convertido a la lengua en un espacio político,
un espacio en el que se disputan nuestras presencias y nuestras identidades, el
espacio de la independencia y de la memoria.
La lengua no solo es un conjunto de signos. Es lo que nos
hace reconocernos y hermanarnos. Seguramente, el hecho de que comensales y
camarero hayan hablado en español en aquel restaurante no solo fue una
coincidencia feliz para ellos, sino también una manera de alzar la voz, de
reconocerse en medio de la diversidad, una decisión personal y política. A
través de la historia han sido innumerables las veces en las que la lengua ha
estado en el centro de las disputas o de las discusiones, y estas tienen que
ver con la oficialidad y la identidad. Los Estados, para afirmarse, han tenido
que optar (en la legalidad o en la práctica) por una lengua que aglutine a sus
ciudadanos, que los haga reconocibles en la globalidad. Cuando nuestros Estados
americanos se crearon, los gobiernos fueron optando por las lenguas que mejor
se acomodaban a sus intereses, que fueron las lenguas de los colonizadores.
Estos idiomas, entre muchos otros elementos culturales y aglutinantes,
permitieron que se fortalecieran los Estados, que se establecieran cadenas, que
se tejiera una nueva memoria. Al optar por estas lenguas, se decidió dejar de
lado a las lenguas autóctonas, lo que implicó no solamente dejarlas en la
oscuridad sino ocultar la cultura. Por suerte, varias de estas lenguas se
mantuvieron, aunque siempre ocultas, como lenguas de memoria y rebeldía, y
ahora han conseguido un nuevo impulso.
En la actualidad, si bien existen lenguas oficiales en los
distintos países, lenguas en las que se narra su historia y sus ciudadanos se
comunican, hablar de fronteras lingüísticas resulta absurdo. No podemos
prohibir o proscribir a alguien por hablar su lengua fuera de su país o de su
región. Es un despropósito pretender silenciar a las lenguas y a las culturas.
Lamentablemente sigue pasando, pero estos episodios también son una oportunidad
para hermanarnos, para buscar nuestras raíces, para sentirnos orgullosos de ellas,
para democratizar la cultura y la comunicación.
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