Estos días han sido muy tristes para el periodismo
ecuatoriano. La muerte de tres de nuestros compañeros nos demuestra la
vulnerabilidad de todo un sistema, en el que la profesión del periodista es aún
más vulnerable, por su función de informarnos, de mostrarnos verdades que nos
niega la institucionalidad. En esta ocasión, los hechos rebasan a cualquier
palabra que pueda decirse, sobre todo porque quienes más trabajan por
acercarnos los hechos a las palabras están amenazados. Ya fuimos testigos de
estas amenazas durante todos estos años, y, en general, desde siempre, porque
el periodismo (el bueno, por supuesto, el que no responde a los intereses de
los dueños de los medios) es una profesión incómoda para el poder. Incómoda
porque desenmascara, incómoda porque descubre, incómoda porque cuenta. Y el
hecho de que en este caso nuestros compañeros hayan sido tomados como moneda de
cambio resulta muy grave y doloroso.
Sin embargo, algo igual de grave que la falta de protección
y de seriedad de las instituciones me parecen los comentarios desproporcionados
que se desencadenaron, muchas veces desde los mismos colegas, desde gente
incapaz de darse cuenta de que, si el azar no era benévolo, pudo estar en la
misma situación. Desde que ocurrió el secuestro de nuestros compañeros,
aparecieron manifestaciones morbosas e insolidarias que tachaban al secuestro
de un montaje. Hubo quienes desacreditaron la gravedad del secuestro y se
atrevieron a cuestionar que fuera cierto que nuestros compañeros estaban
encadenados, con la vida pendiendo de una decisión, con sus familias
desesperadas. Con estas actitudes vemos cómo quien debe usar la palabra para
construir, informar y guiar lo hace para calumniar, destruir y hacer mucho más
dolorosa la realidad. Vemos también cómo las redes sociales, sobre todo, deben
ser usadas con cuidado porque se crean hilos llenos de odio y de
desinformación.
También vimos cómo circularon sin ninguna muestra de
solidaridad las imágenes de nuestros compañeros. Es verdad que la gente
necesita informarse, pero no es posible hacerlo mediante el morbo y la
insensibilidad. Dicen que una imagen vale más que mil palabras, y sí, son
útiles para develarnos la realidad, pero se vuelven inútiles cuando el fin con
el que se las difunde carece de empatía. Pienso, en este punto, en Paúl Rivas,
que nos mostró tantas imágenes dolorosas pero que nos condujeron a pensar, a
cuestionarnos, a querer cambiar el mundo. Eso es lo que debe hacer la
fotografía. No me parece un justo homenaje mostrar todo el tiempo la foto de nuestros compañeros encadenados y, mucho menos, las de sus presuntos cadáveres. Lo único que se logra es que pierdan su valor, que dejen de doler, que se naturalicen; que las imágenes valgan más que la verdadera tragedia.
El homenaje, sin duda, es seguir trabajando, hacer un
periodismo valiente, que informe sin miedo, que devele la realidad, y cree una
cadena de respeto, solidaridad, empatía. El homenaje es apoyarse entre todos,
no cansarse de contar lo que pasa en el mundo. El homenaje es permanecer en
vigilia, estar alertas, exigir seguridad para la profesión y para todos. El
homenaje es seguir demostrando la fuerza del periodismo bien hecho. Es usar ese
don maravilloso de la palabra y de la imagen para construir un mundo más justo
para nuestra generación y las siguientes.
Este artículo se publicó en la revista CartóNPiedra, de diario El Telégrafo, el 20 de abril de 2018
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