Este es el segundo taller que organizamos en Emepecé Asesoría Lingüística.
jueves, 11 de junio de 2015
domingo, 7 de diciembre de 2014
Las academias y la norma
Como todos saben, hace poco fue presentado el nuevo Diccionario de la Lengua Española (DLE). La presentación de esta nueva edición,
la vigésima tercera, ha generado críticas a la Real Academia Española y a todas
sus asociadas. Las quejas también ‘llovieron’ cuando, en 2010, la Asociación de Academias de la Lengua Española (Asale) presentó la nueva Ortografía y la nueva
Gramática. Estas críticas apuntan, sobre todo, al hecho de que exista una
institución que nos diga cómo tenemos que hablar y que decida, sin consultar a
los usuarios, cuál es el español correcto y cuál no, y, para colmo, incluya
palabras que solo se usan en algún lugar y no en otro, e ignore aquellas que
caminan junto a nosotros todos los días.
Empezaré por decir que es verdad que muchas veces la RAE ha
caído en la idea errada de que el español de España es el mejor y el que debe
regir al resto. Incluso ha dado paso en sus diccionarios (incluso en los más
modernos) a palabras que solo se usan en determinadas regiones de España y que
no son, para nada, representativas del español, que es la lengua materna de 470
millones de personas, según los datos del Instituto Cervantes de 2014. Es
verdad que durante mucho tiempo se ignoraron (espero que ingenuamente) las
variantes del español de este lado del mundo, pero también es verdad que es
cada vez más evidente la presencia de nuestras variantes en las obras
académicas.
Se critica mucho a las academias de la lengua, especialmente
a la RAE por ‘decirnos cómo debemos hablar’, cuando en realidad no es así. Las
obras académicas no surgen de la nada, no están antes que el lenguaje, no
crearon nuestra lengua. Las obras académicas están ahí para servirnos de
referencia y para darnos pautas de cómo podemos encauzar nuestro idioma compartido
para generar una comunicación fluida entre sus usuarios. Si bien la tradición
ha apuntado hacia el ‘hispanocentrismo’ (el español de España como la variante
a la que deben regirse las otras), en la actualidad no es así. Y esto ya no es
así porque actualmente todas las academias del español trabajan hombro con
hombro. Además, es importante que desterremos aquella idea de que solo lo que
está en el diccionario de la RAE o en las obras académicas existe y es lo
correcto.
Las academias de la lengua se encargan, como dije, de
encauzar nuestro idioma común, de darle cierto ‘estándar’ que permita que todos
sus usuarios se comuniquen. Y esa lengua estándar es la que uno encuentra (o
debe encontrar) en las obras académicas, es ese lenguaje que los usuarios del
español tenemos en común. Por otro lado, debemos entender que la labor de un
diccionario es compilar aquellas
palabras que se usan en un idioma, no es obligación que digamos ‘amigovio’ (una
de las palabras incorporadas en el DLE) si no es de nuestra competencia ni
seremos crucificados por atentar contra el buen español si preferimos el
chuchaqui a la resaca. Me parece que hay cosas más importantes que criticar a
las academias, y una de esas es cuidar y amar nuestro idioma común.
lunes, 30 de septiembre de 2013
Adverbios adjetivales
Como sabemos, en la lengua cada tipo de palabra cumple una
función determinada, y muchos de los errores que cometemos con frecuencia
ocurren porque otorgamos a alguna palabra una función que no le corresponde.
Los adverbios, por ejemplo, son palabras que modifican a los verbos; los
adjetivos, en cambio, modifican a los nombres. Sin embargo, en ciertas
ocasiones, algunos vocablos cambian su función original para cumplir otra, esto
sucede con los adverbios adjetivales. Este tipo de adverbios son adjetivos que
han variado su función para modificar a un verbo. No obstante, la cuestión no
es tan simple: como al adjetivo se ha cambiado al bando de los adverbios debe
cumplir ciertas ‘penalizaciones’ para poder asumir sin problemas su nuevo
lugar. A continuación, veremos algunos ejemplos.
En primer lugar, para convertirse en adverbios, estos
adjetivos deben dejar de lado cualquier flexión de género o de número. Veamos
el ejemplo del adjetivo ‘rápido’ convertido en adverbio (adverbio adjetival).
Lo correcto es decir: ‘Las yeguas corren rápido’. No podemos escribir que ‘corren
rápidas’. Aquí vemos que rápido acompaña al verbo correr, y deja de funcionar,
por tanto, como un adjetivo que da una característica a un nombre (no modifica
a las yeguas). En estos casos se puede optar por el adverbio terminado en
–mente, por eso este tipo de adverbios también tienen el nombre de ‘adverbios
cortos’. Podemos decir: ‘Las yeguas corren rápidamente’, sin embargo, no
constituye un error utilizar el adverbio adjetival, siempre y cuando este
carezca de flexiones de tiempo y de género.
Otra cuestión que debe tomarse en cuenta en relación con los
adverbios adjetivales es que, al ser adverbios, deben estar estrechamente
unidos al verbo. Para esto utilizaré el ejemplo del párrafo anterior. No es
correcto decir: ‘Corren las yeguas rápido’, pues en este caso el adverbio
rápido está alejado del verbo y existe una construcción forzada. También es
recomendable que siempre se escriba en primer lugar el verbo, es decir, se
prefiere ‘corren rápido’ que ‘rápido corren’. Por otro lado, existen ciertas
construcciones marcadas en las que utilizamos cotidianamente los adverbios
adjetivales junto a determinados verbos. Es el caso de ‘hilar fino’, ‘hablar
claro’, ‘apuntar alto’, ‘jugar limpio’, ‘comer sano’, ‘caer bajo’, etc.
Para concluir, hay que tomar en cuenta que los adverbios
adjetivales no siempre pueden alternar con adverbios terminados en –mente (no
decimos ‘apuntar altamente’) ni todos los adjetivos pueden utilizarse como
adverbios (no es correcto decir: ‘Se miraron fijo a los ojos’, lo correcto es
‘se miraron fijamente’). Como vemos, es interesante cómo las palabras pueden
cambiar de función en el español, sin embargo, siempre hay que anteponer el
sentido común si queremos jugar con ellas y poner mucha atención en los usos
correctos.
Pueden encontrar esta columna en la edición de Cartón Piedra
La lengua de señas ecuatoriana
Como veíamos respecto del Diccionario de Uso del Español de
María Moliner, escribir un diccionario no es tarea fácil, pero es una de las
tareas más encomiables que existen, pues el diccionario es ese texto que guarda
la memoria y la cultura de una sociedad o de un grupo. Hace un año, la
Federación de Personas Sordas del Ecuador (Fenasec) publicó su primer
Diccionario Oficial de Lengua de Señas Ecuatoriana, con el objetivo de dar a
conocer la lengua de señas y hacer visible a la comunidad sorda, con su cultura
y sus particularidades.
El Diccionario Oficial de Lengua de Señas Ecuatoriana es una
obra impresionante, no solo por su volumen (4 000 señas definidas y anexos, en
dos tomos de casi 700 páginas cada uno), sino por el hito que constituye para
la comunidad sorda, pues han sido muy pocos los trabajos de investigación que
se han hecho en relación con la lengua de señas. Esta lengua, como todas las
lenguas naturales, tiene elementos fonológicos, morfológicos, sintácticos,
semánticos y pragmáticos. Se trata de una lengua viso-espacial y tridimensional:
en ella las manos, el rostro y las expresiones funcionan como la ‘voz’ de las
lenguas parlantes, y la vista, como los oídos.
Además, esta lengua, como todas, cuenta con variantes. Esa
es otra de las razones por las que la Fenasec emprendió la investigación y
publicación de su diccionario: la lengua de señas ecuatoriana no es igual a las
otras lenguas de señas del mundo. De hecho, la lengua de señas de cada región del
país tiene sus particularidades; por ejemplo, la seña correspondiente a ‘arroz’ es distinta en la Costa y en la
Sierra. Para salvar estas dificultades, la Fenasec, en la etapa de
investigación, reunió a miembros de asociaciones de sordos adscritas a la
Federación y formó el Comité de Lengua de Señas. En este Comité se unificaron
criterios y se determinaron las señas que debían constar en el diccionario.
Esta etapa fue también muy interesante porque permitió a las personas sordas
que conformaron el equipo pensar acerca de su lengua y buscar, además, muchas
señas para nuevas realidades, como las de la tecnología.
Sin duda alguna el Diccionario Oficial de Lengua de Señas
Ecuatoriana es un paso importantísimo para la comunidad sorda del país, pues
condensa su memoria y su cultura. Obviamente, no es suficiente conocer las
señas para dominar esta lengua, pues hace falta saber otros aspectos
lingüísticos. Sin embargo, la publicación de este documento seguramente dará
pie a que los lingüistas se interesen en ella y estudien la variante
ecuatoriana de esta lengua como cualquier otra, y surjan estudios académicos
que hagan mucho más visible a la comunidad sorda, con su lengua y su cultura.
Inclusión en la exclusión
Como ya revisamos en alguna columna anterior, el español,
pese a lo que muchos opinan, no es un idioma sexista. Así, el hecho de que el
masculino sea el género marcado no responde a una intención de ‘invisibilizar’
a las mujeres sino a una situación histórica de la lengua. Sin embargo, hay
muchas ocasiones en que las mismas construcciones semánticas pueden ser
excluyentes, sin intención de serlo. En esta ocasión, veremos algunas
alternativas que podemos usar para evitar situaciones lingüísticas que puedan
prestarse a confusión en el caso de los comparativos y superlativos.
En primer lugar, tomemos en cuenta que hay varios
sustantivos en el español que son comunes en cuanto al género, esto quiere
decir que no varían si su referente es masculino o femenino, sino que lo que
marca la diferencia es el género del artículo o del adjetivo que los califica.
Tomemos como ejemplo la palabra terapeuta; en este caso podemos decir que María
es una excelente terapeuta o que Carlos es un excelente terapeuta. Aquí vemos
cómo el género de la palabra terapeuta está marcado por el nombre propio y por el artículo (una y un).
No obstante, el problema puede darse cuando queremos indicar
que María es mejor que todos los terapeutas de la clínica. Si decimos ‘María es
la mejor terapeuta de la clínica’, puede parecer que ella es la mejor solo
entre las de su género. Sin embargo, si
afirmamos que ‘María es el mejor terapeuta de la clínica’, para indicar que en
la clínica no hay nadie mejor que ella, estamos recurriendo a una construcción
forzada, pues no se puede afirmar que un femenino (María) es un masculino (el
mejor terapeuta). Definitivamente, primera oración, aunque es menos forzada,
puede parecer excluyente.
Hay algunas opciones a las que podemos recurrir en estos
casos para que las frases no resulten ni excluyentes (aunque no quieran serlo)
ni forzadas. Una opción puede ser reemplazar el adjetivo mejor por construcciones
como ‘es la más (adj.) de’, por ejemplo: ‘María es la más eficiente de los
terapeutas de la clínica’. Asimismo, es posible utilizar la construcción ‘es la
mejor de todos’, de esta manera: ‘María es la mejor de todos los terapeutas de
la clínica’. O podemos también cambiar el orden de la oración: ‘De todos los
terapeutas de la clínica, María es la mejor’. En estos casos vemos cómo queda
claro que no hay nadie mejor que María.
Como vemos, hay maneras sintácticamente correctas de
resaltar el valor de las mujeres dentro de una oración, sin tener que recurrir
a construcciones forzadas y complicadas, solo es cuestión de jugar con el
lenguaje (eso sí, para jugar con él es importante conocerlo bien). Para
terminar, sobre este tema, el Instituto Cervantes publicó en 2011, el libro Guía de comunicación no sexista, que
presenta varias pautas para que el uso del español no refleje situaciones de
discriminación hacia las mujeres. Es realmente un libro muy interesante y muy
recomendable.
La proeza de escribir un diccionario
Escribir un diccionario no es una tarea fácil: se requiere
de una infatigable investigación, meticulosidad, un profundo conocimiento del
idioma, tiempo y muchísimo más. El diccionario tiene, además, esa capacidad
casi mágica de hacer existir a las palabras. Muchos de nosotros, seguramente,
hemos rechazado usar alguna palabra por el simple hecho de que no está
registrada en el Diccionario de la Real Academia Española (el DRAE, el
diccionario del español por antonomasia). De hecho, toda casa o institución que
se precie de ‘culta’ debe tener al menos un diccionario en su biblioteca. El
diccionario, en definitiva, es esa obra portentosa que nos sirve para guardar
la memoria y afianzar nuestro sentido de comunidad gracias a la existencia de
las palabras.
Como ya mencioné, escribir un diccionario no es tarea fácil,
pues además se requiere de un equipo considerable que participe en todos los
aspectos de la tarea lexicográfica, desde la investigación de las bases de
datos y los usos, hasta la elaboración de la planta (el documento donde se
registran todos los aspectos del diccionario). Sin embargo, hace más de 50
años, hubo una mujer que emprendió sola la tarea de escribir un diccionario del
español: María Moliner. Y lo hizo sin la
ayuda tecnológica con la que ahora contamos.
Esta mujer española estuvo siempre muy interesada en el uso
del español, fue filóloga y bibliotecaria, y durante muchos años registró en
varias fichas los diversos usos de las palabras. En un principio, ingenuamente,
se propuso la tarea de elaborar un diccionario del uso del español en ‘dos
añitos’, sin embargo, la tarea le llevó tres lustros, hasta que entre 1966 y
1967 se publicó la primera edición del Diccionario del Uso del Español (DUE).
Este diccionario es todavía hoy una referencia del español, y fue ideado por
Moliner como un diccionario descriptivo y no normativo como el DRAE. Como su
nombre lo indica, en él se registran los usos de las palabras, las familias de
estas, además de numerosas anotaciones etimológicas y usuales; es un
diccionario que permite acercarse a los hispanohablantes a su identidad como
miembros de una comunidad, como portadores de una memoria.
Cuando Moliner terminó su diccionario fue presentada como
candidata para ser la primera mujer que ocupara un sillón en la Real Academia
Española; pero, curiosamente, su candidatura
fue rechazada porque no tenía suficientes publicaciones a su haber, como si
escribir un diccionario por cuenta propia durante quince años fuera una tarea
que se emprende todos los días. Definitivamente, María Moliner fue una de
aquellas mujeres que representa un hito, no solo por el hecho de escribir un
diccionario sin un equipo de colaboradores, sino porque esta obra (y su vida)
es un gran referente, no solo lexicográfico, sino de cómo se puede conseguir una meta alejada de
toda norma y de toda institución, sino solo por amor al lenguaje.
Consejos para evitar el plagio
Cuando hablé sobre la
argumentación, surgió también el tema del plagio. Este es un asunto muy
preocupante en todos los niveles, que se deriva, por supuesto, de la poca
capacidad de argumentación. Sin embargo, se ha convertido en una práctica muy
extendida, a la que han apoyado inevitablemente los avances tecnológicos.
Ahora, con un clic, es posible acceder a una cantidad abrumadora de
información, que se convierte en un arma de doble filo que nos puede servir para
enriquecer el conocimiento o para alimentar la vagancia. Hoy no pretendo
descubrir el agua tibia, pero sí dar algunas pautas que nos pueden servir para
evitar el plagio.
La primera es muy obvia: investigar metodológicamente.
Mientras más investiguemos sobre un tema, es más fácil obtener un argumento
adecuado y ubicar correctamente a nuestras fuentes. Claro que esta
investigación debe tener una metodología, por ejemplo, debemos acostumbrarnos a
buscar las citas adecuadas que nos sirvan para demostrar nuestro punto de
vista, y no sacar de contexto estas citas. Esta investigación nos lleva al
siguiente punto: contrastar a las fuentes. Si somos capaces de establecer un
diálogo entre textos y autores, es menos probable que cometamos plagio, pues
ese diálogo nos obliga a citar a las fuentes.
Otra pauta obvia, que de tan obvia se pasa por alto es la de
citar a las fuentes. Debemos citar (textualmente o como paráfrasis) a las
fuentes de toda aquella información que no hubiéramos obtenido si no hubiéramos
investigado. Hay cuestiones que no necesitan de citas, como fechas históricas o
hechos de conocimiento público, pero hay otras, la mayoría, que necesitan
obligatoriamente una referencia. Si tenemos duda acerca de si citar la fuente
de un dato o no hacerlo porque el conocimiento nos parece obvio, es preferible
citar. Para citar hay que seguir siempre un formato, la mayoría de ellos
obligan a citar a la fuente con una referencia entre paréntesis, otros usan los
pies de página, pero siempre debemos seguir un formato.
La última pauta tiene que ver con el sentido común y la
honestidad académica. En este sentido, es indispensable recordar que el plagio
es un delito y que no podemos robarnos las ideas de otros, aunque sepamos que
nadie se va a dar cuenta. Otra forma muy común de plagio es el autoplagio; en
este caso, se toman textos e ideas que ya hemos publicado con anterioridad y se
las hace pasar como nuevas. Aunque el autor sea uno mismo, este tipo de plagio
también constituye una falta de honestidad, pues las ideas que no son nuevas
deben citarse siempre.
En realidad este tema es bastante polémico, pues muchas
veces no quedan claras las fronteras entre lo que es plagio o no, pero lo
repito: si no estamos seguros, no perdemos nada con citar hasta a la fuente más
obvia, pues recordemos que el plagio es una falta grave que puede costarnos un
trabajo, una carrera y mucho más.
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